En los últimos años hemos asistido a una verdadera explosión en la frecuencia y la forma de comunicarnos y expresarnos, y la zona cero de esa conflagración se ha situado en las redes sociales. Este fenómeno de alcance global realmente ha cambiado la forma en la que el ser humano —y de forma más agravada cuanto más joven es el individuo— está interactuando con otros congéneres. Más sensible y grave ha sido el cambio en el modo en el que el ciudadano se informa de la actualidad diaria de su entorno o del resto del mundo.
La información es uno de los pilares fundamentales de nuestra sociedad. Básica para ejercer nuestros derechos, imprescindible para vivir en libertad y condición sine qua non de un sistema político democrático. Como todo pilar, como toda base, ha de estar bien conformada, ha de estar libre de impurezas y cimentada sobre la profesionalidad y el rigor de quienes la editan y divulgan, periodistas y empresas editoras.
Desde un punto de vista etimológico, información es un conjunto de datos, de cuya calidad nada sabemos, pero también es la acción y efecto de informar, que es dar cuenta de algo y, según la Real Academia de la Lengua Española (RAE), fundamental, y aquí sí tenemos algo que ya nos habla de la calidad que ha de ser intrínseca a una información: datos fundamentados.
Es por ello, que no todo lo que se comunica es información. Y con la inundación de comunicaciones que las redes sociales provocan a diario, la información (el agua potable) es cada vez más escasa en términos relativos.
Aun no habiendo una medición exacta y ni siquiera contrastable, los datos que circulan por las redes no cumplen en una abrumadora mayoría con los requisitos exigibles a una información de calidad.
Son sobre todo opiniones no fundamentadas, creencias irracionales, datos inútiles, y, en muchos casos de mayor gravedad, son desinformaciones. De estas excrecencias se originan los bulos, los mantras falsarios y algunas “certezas” absolutamente inciertas que sirven para apoyar o denigrar movimientos sociales, personas físicas o jurídicas. A veces pueden ser inocuos y centenarios como que “la masturbación causa ceguera”, o los ya eternos 500.000 romeros de la Virgen de la Cabeza, que no llegan ni al 10% de esa cifra. A veces infunden miedos absurdos contra ciertos medicamentos o productos alimenticios y, al contrario, también nos han intentado colar las bondades de otros productos o promocionado “películas” con supuestos vídeos reales de hechos paranormales. Pero, en otras ocasiones, el bulo tiene la malvada finalidad de cambiar el parecer de la sociedad sobre determinados temas de gran importancia como la inmigración o el futuro socioeconómico de una nación. El bulo del gasto en servicios sociales que los inmigrantes ocasionan o los datos falsos sobre lo que supone para las arcas públicas británicas la Unión Europea han llevado al surgimiento de partidos políticos xenófobos por toda Europa y a que el Brexit saliera adelante. En nuestro país también vemos que el principio de solidaridad sobre el que se basó nuestro sistema de gobierno se intenta resquebrajar con mensajes envenenados como que los hospitales y colegios andaluces los pagan los madrileños o que los parados de nuestro medio rural se pasan la jornada en el bar.
Pero esos datos mal dados y con evidentes finalidades disruptivas, son solo la munición. El arma humeante sería el canal, Facebook, Twitter o los medios tradicionales que han dejado de lado su objetivo de servir a la sociedad. Quien dispara sería el emisor, el desinformador, en nuestro caso, el que quiere contaminar e influir en la sociedad para llevarla a su huerto. Y no podemos olvidar que en este nuevo escenario la víctima, el destinatario del mensaje, tiene dos responsabilidades, a saber.
Por un lado, ha de evitar ponerse en la línea de tiro de la desinformación que quieren venderle. Para ello tiene a su disposición cientos de fuentes fiables de información, a la misma distancia en clicks que las perversas fuentes de desinformación. Y eso es así porque la libertad que aún disfrutamos para publicar y para acceder a información está vigente y más viva que nunca, pues si antes teníamos pocos medios de comunicación a los que acudir, hoy son cientos.
Por otro lado, no puede la víctima convertirse en verdugo redistribuyendo el veneno en su entorno y haciéndose eco de los bulos, mantras y estulticias que recibe permanentemente sin filtrar ni tan solo reflexionar sobre lo que está leyendo, viendo u oyendo, y sobre quién lo está emitiendo.
Si esto de atribuir responsabilidades al consumidor de información es pedir demasiado para un simple ciudadano piénsese que la libertad y la democracia se ganan y se mantienen con mucho esfuerzo de la sociedad y de cada uno de sus integrantes. Si no se acepta el sacrificio es que no se merece el premio.
En el ámbito local, a ras de suelo, donde la política, los servicios sociales, la justicia y también los medios de información se hacen desde la cercanía de personas a las que conocemos y con las que convivimos a diario, el efecto devastador de la desinformación es más difícil que se produzca, pero es cierto que cuando lo hace es más perdurable en el tiempo. Los medios de información locales, los que realmente están cerca de la noticia cada día, están más expuestos ante manipulaciones y mentiras ya que los datos que tratan son accesibles por su cercanía a una parte importante de su audiencia. Si caen en la trampa rápidamente se les identifica. Deberían por ello ser fuentes de información sólidas y estables.
El mayor pecado que cometen es obviar información por la presión impuesta, por terceros o autoimpuesta, de no tratar temas delicados que pueden levantar ampollas entre responsables públicos, empresas o incluso entre una ciudadanía que está contaminada de falsos mantras. Buen ejemplo de esto último es lo poco que se ha tratado en las últimas décadas todo lo relacionado con el pésimo trato dado al aceite por quien lo produce, y en esto se incluirían las prácticas nefastas de cura y tratamiento de árbol y fruto, las pésimas condiciones de almacenamiento, las nulas capacidades comerciales, las irracionales conductas de los consejos rectores de las cooperativas. Todo ello escudado en el mito de que en Jaén somos los que más sabemos de aceite del mundo. Y, por supuesto, un tema que en cualquier lugar del hemisferio occidental sería portada continuamente, es el tranvía de Jaén. Ejemplo de estulticia institucional y de amnesia social que nos pone en la lista de barbaridades cometidas en los prolegómenos de la crisis. La falta de debate y de reivindicación por parte de la sociedad jiennense es un síntoma de cuánto carecemos para poder definirnos como una sociedad democrática, informada y desarrollada.
Todo lo explicado arriba se está ahora resumiendo en un concepto de nuevo cuño, “la posverdad”, donde los hechos ya no importan y solo cuenta lo que se percibe, aunque sea evidentemente mentira, y donde el debate se reduce al insulto en redes sociales. Es ahora cuando la información, quienes la realizan y la emiten y los que la reciben, han de cumplir con unos estrictos requisitos. Y por resumir pongamos solo dos: honestidad y responsabilidad. Así evitaremos la inundación que nos mata de sed.
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