Me apasiona la lucha por la igualdad de géneros, entre otras muchas razones, porque es una forma de conquista de un mundo mejor. Desde la teoría podríamos decir que lo fundamental está hecho. Todos los tratados internacionales reconocen la igualdad entre hombres y mujeres y los derechos de estas últimas. Los acervos legislativos de los países civilizados recogen también dicha igualdad de derechos y muy pocos incautos, que pronto reciben el reproche general, se atreven hoy, al menos en foros públicos, a negar dicha igualdad y derechos; sin embargo, desde el punto de vista práctico está “casi” todo por hacer.
Si nos centramos en una mirada al mundo global son muchos países y una gran masa de población femenina la que sufre una fuerte discriminación y le vienen negados los derechos más básicos. Y en nuestra realidad más cercana, en Andalucía y Jaén, ningún análisis de su aplicación básica resiste la crítica. La mujer sigue cargando socialmente de forma mayoritaria con los roles de cuidado familiar, incapacitados y dependientes; sufre una mayor precariedad laboral, la denominada “brecha salarial” sigue vigente; y la violencia de género continúa siendo una terrible pandemia que pervive a las medidas gubernamentales previstas para la eliminación de esta lacra social que mata a una media, en los últimos años, de 45 mujeres en nuestro país. En concreto, el año 2016 cerró con 292 muertes violentas de las que, al menos, 44 ya se encuentran identificadas como asesinatos machistas.
La corresponsabilidad parental, la facilitación de la conciliación de la vida familiar y laboral, el acceso a los puestos de decisión en el mundo empresarial, económico y en el político; la eliminación de la precarización
que pesa notablemente obre el trabajo que desarrollan las mujeres; la desigualdad retributiva y la conversión profunda y real en todas las capas de la sociedad en relación con la repulsa a comportamientos, actitudes y tolerancias machistas que censuren no solo las actuaciones de dicho tipo sino las manifestaciones publicitarias, humorísticas, lingüísticas, literarias, artísticas, etc. de cariz machista o denigratorio para la mujer, que gozan de un alto nivel de consentimiento en nuestro entorno— constituyen la única posibilidad de que se alcance de forma práctica y material el pronunciado teórico de la igualdad entre géneros.
El machismo no es lo contrario del feminismo y aunque resulta comúnmente aceptado que todos los “ismos” son perniciosos, no es el caso del feminismo. A él debemos, en gran medida, el impulso de la igualdad entre hombres y mujeres y la consecución de grandes logros sociales como el voto femenino y la liberación de mujer de la “autoritas” del marido, a renglón seguido de la del padre. El machismo se define como la actitud de prepotencia de los varones frente a las mujeres, según la Real Academia de la Lengua Española (RAE), no siendo el feminismo la actitud de preeminencia de las mujeres sobre los hombres sino la lucha por la igualdad entre ambos. Conceptos tan básicos se difuminan en nuestra conciencia social poniendo en peligro la necesaria culminación práctica de la mentada igualdad. Ese es el reto de nuestro futuro más cercano, con la convicción de la bondad de su obtención en beneficio de todos.
Que la mujer pueda autónomamente decidir sobre su futuro sin cortapisas impuestas por el entorno, por las posibilidades materiales de la consecución de sus metas, se vislumbra como poco posible aún hoy, sin que ningún fenómeno o característica natural o propia de nuestra naturaleza femenina nos auto-imponga dicha limitación, de lo que se sigue que son barreras predispuestas por el ser humano y cuya remoción resulta ardua, y a veces improbable o hasta imposible.
Cuando todos los análisis de los observatorios de igualdad nos devuelven una visión preocupante sobre la superación de dichas limitaciones que coartan asimétricamente el desarrollo profesional y laboral de las mujeres, se imponen las discusiones teóricas y sesudas sobre la oportunidad y procedencia de las cuotas “rosas” y otras formas de discriminación femenina, normalmente sin contrapropuestas que hagan eficaz el mismo objetivo, y así transcurren las décadas en una involución peligrosa para cada nueva generación de mujeres que alcanzan la mayoría de edad para decidir, pero no pueden alcanzar, con iguales capacidades y méritos, los puestos acaparados por los varones mayoritariamente y de forma sucesiva.
Somos una mitad de la población gobernada, legislada, enjuiciada, instruida y gestionada económicamente desde una esfera de puestos dirigentes ocupada por varones que, demasiadas veces, desarrollan sus competencias de espaldas a nuestra realidad y necesidades. Siempre pensé que si un problema incidiera en el mundo masculino, como en tantos aspectos sufrimos las mujeres, la solución se pariría con inmediatez. Es fácil hacer para el propio género y mucho más difícil mejorar las condiciones de vida del género ajeno. Por lo tanto, no es solo un problema de la escasa representación del talento de la mitad de la población, la femenina, sino de la tendencia en los resultados, escasa e ineficaz, en orden a la corrección de esta brecha y discriminación
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